Villa Trankila, Javier Roldán

El poemario de Javier Roldán encuentra su hábitat en la apuesta por el amor. El sentimiento entregado a su pareja –“el paraguayo más lindo”– pero también a la poesía. En ese afluente, los versos se desgranan por las calles del conurbano bonaerense, en Merlo Gómez o Dock Sud. En ese agua que se desliza por las veredas baldeadas hasta llegar a los pies descalzos; arriba del andamiaje de los trenes de otrora; en medio del olor a laburante que vuelve como remembranza: un recuerdo que se hace presente y discurre en cada ida a Villa Trankila. Roldán se para adentro de “colectivos penumbrosos, cálidos de aire enrarecido”, desde la distancia cercana de alguien que supo estar pero que no se ha ido, mira y describe.  Villa Trankila es un refugio, pero no un escape. Es sinónimo de encuentro. 

Roldán escribe cada palabra desde esa compañía. Mirando por la rendija de una provincia de fuego y llanto: la rutina laboral, el imaginario de las idas y vueltas. “No importa dónde te lleve el camino, Javier, lo importante es quién te acompaña”. Atravesando ese movimiento, la hermandad se hace verso. Allí cada estación es un poeta. Está Osvaldo Bossi, Patricio Foglia, César González y Diego Vdovichenko. En ese viaje Roldán entabla un diálogo: con la poesía contemporánea, con pares y maestros. Son las voces del mismo rancho –la misma manada– donde se siente el olor a tierra manguereada, el paso de perros callejeros buscando sobras en la basura. Roldán nos pone de manifiesto un amor honesto. El deseo propagado en cada página. Sus palabras retratan el idioma de los rostros, de los pelos renegridos, de las manos callosas salientes de la obra. Si es que ellas –como él dice– a veces lo traicionan, habrá que esperar que lo sigan haciendo.

*Por Marvel Aguilera para El Furgón. Fotos: Gisele Velázquez.

 

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