Un mundo exacto, Francisco Cascallares

Los relatos de Un mundo exacto no tienen la estructura del cuento moderno que equivale a
un engranaje perfecto que nos lleva a un efecto sorpresa ineludible. Tampoco son cuentos
fantásticos en los que la duda se prolonga hasta un final que nos defina hacia la explicación
racional o hacia lo sobrenatural. Por el contrario, son relatos que se introducen débiles,
tímidos, diría; luego, se desvían, o bifurcan; se construyen a partir de relaciones frágiles,
fallidas, de cuya inercia los personajes no logran sobreponerse porque carecen de la fuerza
de voluntad necesaria y sus deseos no alcanzan a impulsarlos a la acción, en consecuencia,
no logran imponerse a los relatos que protagonizan y que parecen haber sido escritos para
fagocitarlos, además de darles vida.
A pesar de que la precisión, la exactitud, es un tema que recorre el volumen desde el título
hasta las obsesiones de los personajes, el caos parece vencer al orden del que estos quieren
aferrarse, y sus formas de vida se deshacen como hilachas. En todos los relatos hay algo
siniestro que irrumpe y va copando la existencia, pero no siempre de una manera
contundente y claramente identificable. Lo siniestro suele crecer de manera velada y
gradual hasta volverse una presencia irreversible y alienante.
Sin embargo, todos los finales de los relatos son abiertos –algunos más que otros– y esta
aparente falta de definición nos habilita a una nueva sospecha: quizás los personajes son
más conscientes de su falta de libertad que el lector ocasional de estos textos. Saben que no
tiene sentido el intento de desafiar la fatalidad de los relatos que les ha tocado protagonizar
en suerte. Son enormes trampas del lenguaje, del destino, de la escritura y de lo inefable, de
todo ese mundo que subyace al que habitamos, del que ninguno de nosotros es
completamente ajeno.

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