Se oyen gritos de chicas por las noches, Flavia Garione

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Un grito no es equivalente a una palabra. El grito es, por el contrario, una especie de lado B de las palabras: mucho más potente, incivilizado y revitalizante. Los gritos suelen marcar límites. Un grito no es equivalente a una palabra. El grito es, por el contrario, una especie.
Se oyen gritos de chicas por las noches, de Flavia Garione, podría leerse así: como un llamado generacional parecido al de los Thundercats pero en clave de una escritura punk, feminista y neobarrocker, es decir, encriptada en sus propias efervescencias y chisporroteos barderos. Aunque acá el «bardo» no debería remitir tanto al descontrol como a la voz: me refiero a los nómades que deambulaban recitando y declamando sus poemas. A la vez hay algo de superpoder inútil en el modo que tiene Flavia de encarar su escritura poética: la pudorosa e inconfesable melancolía de una heroína del amor que se juega su última ficha entre el dolor y la nada. «¿Qué estoy haciendo acá engañando a todos?». Hay algo performático en cada verso, como si el poema tuviera un costado escénico y la voz se cargara de una amplificación actoral melodramática y satírica. Hay un llamado al riesgo, a jugársela, un llamado a organizarnos entre amigas y amigos, a corto plazo, pensar qué vamos a comer esta
noche, cómo nos vamos a vestir para salir, qué música sonará en la lenta fiesta de despedida de una juventud que prometía ser eterna pero no; un llamado, por último, que es también –como en ese hermoso poema de Auden– un llamado a saltar sin mirar. ¿Se la bancan?

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