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Retratos ciegos, de Albertina Carri y Juliana Laffitte, reúne poemas de una singularidad excepcional y dibujos hechos sin mirar, expresionistas, como si los ojos cerrados de la artista fueran una cámara oscura que registra el silencio que duerme en cada palabra. Este libro, como suele pasar con los pequeños tesoros, es un descubrimiento, una unión feliz de psicodelia, delicadeza y sensibilidad. Porque en este cruce de hemisferios se conjuga una tercera dimensión en la que se revela el gran secreto de la amistad.

Francisco Garamona

Las líneas bien valen un relato. Puestas de manera desnuda, a la vista, son mucho más que relatos. Se afirman, se niegan, se anudan, se afianzan, se cruzan, se erizan, se desdoblan, se multiplican. En una estabilidad impaciente, de recorrido por las calles, sin aliento, con palabras que tiemblan al lado. “El miedo a todo, los labios ávidos”. Unidades plurales, introspectivas y solicitantes. Clocks are clouds, decía algún lógico. Como cualquiera de las semejanzas, estas reconocen su altura de retratos ciegos, en espiral, de Frank Auerbach a Stevie Smith, la irremplazable gesticulante. Y acentúan apenas –atenúan– esa urbana incredulidad que ronda las contratapas.

Luis Chitarroni

En Retratos ciegos, una zapatilla tirada en la calle le pregunta a la otra: contame… ¿de dónde venís?

Hoco Huoc

Del cuerpo papel/dibujo, al cuerpo papel/palabra –donde un ojo pierde la vista, el otro lo repone deformado– el pasaje es eléctrico, tiene la velocidad del deseo. Más allá de la fulgurante revelación poética de Carri y del trabajo asombroso y espectral en las imágenes de Laffitte, el dibujo/poema –esa conversación– es la singularidad, la criatura del cuerpo prodigioso: forma, palabra, recuerdo/mirada, línea, sexo/mancha, risa, piel; galvanizados. Así la criatura abre la boca y nos muestra su lengua intrépida.

Mercedes Araujo

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