Obra completa, Joaquín Giannuzzi

Por Mercedes Halfon

Joaquín Giannuzzi es un nombre clave para comprender las últimas décadas de la poesía argentina. Hijo de inmigrantes italianos –misma ascendencia que Leónidas Lamborghini, que Juana Bignozzi– intentó seguir Ingeniería, una carrera para el orgullo familiar, pero abandonó al poco tiempo. Se dedicó a estudiar y luego ejercer el periodismo. Tal vez algo de estos dos inicios hayan tallado su pluma –su padre era marmolero– dándole el tenor que lo volvió una referencia insoslayable para los poetas de por lo menos las últimas cuatro décadas. Cerebral, reflexivo, con una concepción arquitectónica del poema por un lado; y por otro, con una relación palpable y personal con su momento histórico, su entorno siempre signado por los objetos, que luego se plasmarían en el papel con un vocabulario estrecho, opaco, de escasos adjetivos.

Ediciones del Dock acaba de editar su Obra Completa, un volumen de más de seiscientas páginas, que de algún modo viene a saldar la ausencia de sus poemas de las librerías, en un gesto similar al que la misma editorial hizo hace un tiempo con la obra de Héctor Viel Temperley. Y hay una anécdota en relación con esa ausencia. Su antología anterior, un tomo bicolor editado por Emecé en el 2000, estuvo de saldo en la calle Corrientes durante largo tiempo. Ese dato circulaba en talleres y tertulias, casi como una contraseña de iniciados. De ese modo, con un precio accesible a los bolsillos de los más jóvenes, se convirtió en un libro infaltable en cualquier biblioteca de quien quisiera intentar unos versos. En ese volumen se recogían sus libros hasta el año 2000. En esta nueva edición se incluyen sus dos últimos libros, ¿Hay alguien ahí? (2003) y el póstumo Un arte callado (2008), más un puñado de poemas inéditos hasta el momento en formato libro.

Nacido en 1924 y fallecido exactamente ochenta años después, en 2004, Giannuzzi está de vuelta al alcance para ser leído, releído o como se estila para las gestas inmobiliarias, para ser “puesto en valor”.

UN ARTE CALLADO, UN HOMBRE COMUN
El modo de comenzar en la escritura, para un joven que venía de un hogar donde, como dijo muchas veces, no había libros, fue el periodismo. Trabajó en Crítica, en La Nación y en Clarín, ocupando distintos espacios dentro de una redacción, desde las reseñas literarias a las crónicas policiales. Iniciado en la lectura de poesía a través de clásicos argentinos como José Hernández, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, llegó a vincularse luego con el grupo de la revista Sur, donde por recomendación de Héctor A. Murena publicó su primer libro. Esos primeros textos, reunidos bajo el nombre de Nuestros días mortales (1958), son elocuentes: se ve un poeta sereno, sombrío y, fundamentalmente, en pleno dominio de su lengua. Se tomó su tiempo para editar –tenía 34 años al salir este libro–, corregía incansablemente y tiraba mucho. Debuta con una obra madura, de una factura técnica altísima, un registro anómalo, opaco para su época, con una ironía soterrada que se iba a convertir en un sello personal cada vez más acentuado.

Giannuzzi empezó a publicar a fines de los años ’40, pero estuvo bien lejos de las preocupaciones de los poetas de esa generación, los llamados “jóvenes serios” de tono elegíaco y búsqueda neorromántica. Su poesía circuló por un margen, un punto excéntrico en el campo literario, que fue donde se ubicó lo mejor de esa década y la siguiente. Suele citarse el primero de sus poemas como muestra de lo determinado de su programa: “Este breve racimo/ de uvas rosadas pertenece/ a otro reino./ Yace, sobre mi mesa,/ en la fría integridad de su peso terrestre/ mientras yo permanezco silencioso/ imposibilitado/ de oponer mi vida a su carnal exuberancia./ Casi con horror admiro allí/ la dura tensión del agua/ hacia la piel mortal/ como una realidad insoportable.”

Si, como decía Pier Paolo Pasolini, nada mejor que los objetos que nos rodean para dar cuenta de nuestra experiencia sensible y nuestra clase (“la primera lección me la dio una cortina”, escribió) nadie mejor que Giannuzzi para expresar esa pertenencia. Poemas sobre unas uvas sobre la mesa, sobre su taza de café, el brillo de unas pulseras, un trapo tirado en la cocina, lo que se ve adentro de un tacho de basura en la ciudad. Una poesía coloquial, urbana y tabacosa, escrita desde el lado de adentro de los cristales de un ventanal.

Y es que Giannuzzi cultivó esa parquedad, una identificación con cierta grisura de “hombre común”. Ni loco maldito, ni militante de ninguna causa, ni intelectual que se desplaza hacia otras esferas de la cultura; un pésimo publicista de su propia obra. Se mantuvo fiel a su registro dentro de los márgenes estrechos y reconcentrados de su intimidad. Claro que ahí dentro el pozo era profundo y de paredes oscuras. Ni la precariedad del mundo ni la caducidad del hombre quedaban afuera de sus reflexiones. Así escribe en Contemporáneo del mundo (1962), su libro siguiente: “Qué triste se pone todo esto. Has entrado en la calle/ sin haberte entendido en tu casa con nadie/ Una vez más, concluyes, te ha fallado el lenguaje/ los motivos lejanos de tus propios senderos/ se agotan enturbiados y no saben ahora/ a donde te conducen. Pero ocurre que el mundo/ es más difícil siempre; y todavía un hombre/ es un caso insoluble para otro”.

Una mezcla de desencanto y perplejidad en poemas que logran una descarga emotiva a partir de la descripción de una imagen muy concreta, plasmada con una planificación cuidadosa, que podría incluso describirse como fría. “Quinientas habitaciones tiene este edificio. No sé quién vive del otro lado de la pared./ Aplico a veces el oído, como un médico/ en el pecho de un enfermo. (...) Cautivos que se ignoran/ atados a una vida que fermenta en terribles/ emociones aisladas. Alguien golpea una pared infinita, pero su código es privado./ No hay señales entre nosotros”.

Especulativo y meditabundo, ha dicho alguna vez: “He tenido siempre una mentalidad cartesiana, racional a ultranza, acentuada quizá por mis estudios científicos de ingeniería, que no parecen estar presentes en mi obra pero la marcan sutilmente. Por supuesto, esa actitud suele ser sobrepasada por la predisposición poética, que incursiona en lo mágico y lo emocional”.

Sin estridencias ni revuelo en el campo poético, fueron apareciendo sus libros siguientes: Las condiciones de la época (1967), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980), Violín obligado (1984), Cabeza final (1991) y Apuestas en lo Oscuro (2000). Tal vez por esa modestia o el tono bajo es que su contundente obra pasó relativamente inadvertida largas décadas. Tamara Kamenszain, una poeta que comenzó a publicar a partir de los años ’70, cuenta acerca de esta tenue indiferencia de la recepción: “Lo descubrí tarde, o mejor, cuando lo necesitaba, porque uno lee por necesidad. Con mis compañeros de generación nos habíamos concentrado más en los hijos de Girondo: Molina, Madariaga, Olga Orozco. Pero después, cuando las dicotomías forma-contenido, Boedo-Florida, sujeto-objeto y otras empezaron a no cerrarme, encontré en la poesía de Giannuzzi –como en la de Biagioni o en la de Juana Bignozzi– líneas de fuga. No por nada las generaciones que vinieron después de la mía lo tomaron a él como modelo: su gran legado es un permiso para ser ‘un poeta standard’. En Un arte callado de 2008, su último libro, deja enumerados algunos atributos para un posible autoepitafio. De ese testamento poético tomo estas dos perlitas que desinflan cualquier pomposidad literaria: no hizo de ninguna palabra la enemiga total y fue correcto, adecuado, municipal y obvio, o sea una buena persona en el peor sentido de la palabra”.

UNA VUELTA AL CENTRO
Fue a fines de los ’80 que comenzó a releérselo y a pensarlo como referente desde un órgano de difusión y reflexión poética tan importante como fue Diario de Poesía. En el número especial que se le dedicó en 1994, el crítico Daniel García Helder afirmaba: “El presente dossier sobre la obra poética de Joaquín Giannuzzi no pretende paliar la relativa indiferencia que manifiestan respecto a ella la crítica universitaria, la crítica de los medios masivos y la crítica escrita en general”. Redescubierto y rescatado por los poetas ligados a esa revista, que volvieron a ponerlo en circulación, se tornó central en la concepción de lo que comenzó a conocerse como objetivismo: una poesía sin heroísmos de lenguaje, coloquial, descriptiva, sustentada en los materiales en los que se basa nuestra experiencia. Giannuzzi, que siempre se había dejado hablar por los objetos, midiendo la distancia justa en que ellos develaban una subjetividad sin excesos del yo, volvió a sonar fuerte.

Fabián Casas, poeta clave de la poesía de los ’90 y de algún modo discípulo de Joaquín Giannuzzi, cuenta cómo se de-sarrolló ese vínculo: “Conseguí en una mesa de saldos una primera edición de Señales de una causa personal. Me metí en la cama a leerlo con una lata de galletitas y no pude parar hasta terminarlo. Sentí esa sensación física que da la gran poesía. El vértigo de estar leyendo algo fundamental sobre el mundo. Giannuzzi escribía metabolizando la influencia de T. S. Eliot y Eugenio Montale. Con Montale tiene un poema gemelo sobre los domingos, aunque el de Joaquín me parece mejor. La construcción del poema, girando hacia un remate final, controlando su metafísica y drenándola de a poco, me maravilló. Creo que del periodismo sacó la economía de sus versos y la estructura del poema. Me maravilló ver en un amplio ventanal de su casa de Once, que daba a un patio inmenso donde había un millón de plantas, un vergel en medio de un pulmón de manzana: ahí se sentaba, como un entomólogo, a observar esa segunda naturaleza que forma la materia prima de sus poemas”.

Para unos poetas tan desencantados como fueron los que empezaron a publicar en la década del ’90, el corte oscuro y la seca e implacable mirada de Giannuzzi se volvieron medulares. “Por alguna razón, al anochecer,/ mi corazón late como una ametralladora./ El cardiólogo me ha dicho:/ controle su vida emocional. Me pregunto/ si no habrá allá adentro una verdad/ que intenta abrirse paso”. Escribía burlándose de sus propias emociones, hablando del corazón, como un hipocondríaco.


Giannuzzi se convirtió en la salida de muchas encrucijadas, una opción a la poesía de la pura subjetividad, del regodeo autobiográfico, o la extenuación lingüística del neobarroco. “Renuncio a practicar un destino” escribía Giannuzzi en uno de los poemas nunca recogidos en libro, que aparecen en las últimas páginas de su voluminosa Obra Completa. Pero sucedió exactamente lo contrario. El suyo fue un destino poético que, en el correr de las décadas y las palabras, se volvió carne de la poesía por nacer.

 

fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5529-2015-02-15.html

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