Mi signo es de fuego, Glauce Baldovin

Por Diego Sampo
Qué necesarios me son ahora la palabra justa, el grito!
No hay mejor acusación que la que hiciera un corazón
Un cerebro ardiendo por la luz del pensamiento.
Y a eso vengo:
A la denuncia.
¡A levantar la memoria de mi hijo!
G.B.

Acaso la tarea de Glauce sea el caso más claro para la cristalización de aquello que Benjamin describía como arrancar del conformismo a la tradición, algo que, seguramente, se extiende a todo arte cuando el riesgo forma ya parte de un primer boceto. Arrancar esa historia a contrapelo es parte de una búsqueda de esos instantes incandescentes que aparecen de tanto en tanto y que, de una vez por todas, una memoria se encarga de poner de manifiesto.
Tal vez son dos los casos más paradigmáticos de enormes mujeres poetas cuya obra sobrepasa el carruaje del conformismo y la tradición para comenzar a entretejer canales de circulación fuera de la superficie; el primero -en orden de aparición- podría ser el de Amelia Biagioni, cuya Poesía Completa recién vio la luz hace tan solo unos años (Adriana Hidalgo, 2009) cuando en varios países del mundo ya era leída y estudiada como una poeta con un proyecto sólido y definido. Baldovin, como Biagioni, perteneció a ese grupo de poetas cuya aspiración tenía que ver con la escritura de lo literario más que con la tendencia actual de someter un proyecto literario al mero protagonismo o a la conjunción de ambos.
Toda edición plantea un modo de lectura. No es casual que la editorial cordobesa Caballo Negro sea la encargada de bucear en esos instantes de peligro para reunir en un solo libro Mi signo es de Fuego, la Poesía Completa de Glauce Baldovin. Reitero que no es casual porque además de editar a una nueva generación de poetas como Elena Anníbali o Lucas Tejerina, también viene realizando un trabajo de reconstrucción de lectura importante con la reedición de autores como Daniel Moyano o Elvio Gandolfo. Estos son sólo algunos de los nombres que con clara justicia vieron la luz y son leídos ahora en un momento de la historia de nuestro país donde espacios en los que se construye la experiencia del arte se ven machacados una y otra vez por aquellos que insisten en escribir la historia de manera más fáctica y despiadada.
Todo texto literario es un boceto incipiente y conlleva una pulsión que surge en forma de oposición, en casos como el de Glauce, un primer trazo intenta amortajar un lastre histórico para separarlo con el escalpelo de un cirujano de lo que está a punto de estallar y no puede. Sumergirse en Mi Signo es de Fuego es adentrarse en terrenos fangosos por la tensión palpable entre texturas vinculadas de antemano: política, resistencia y escritura.
Un Estado sólo debería intervenir el orden de una comunidad para involucrar a los desclasados dentro de un círculo en el que lo económico y lo social se fundan para homogeneizar los derechos de todos en el seno de una Ciudad Celeste. Pero en el paraíso de los vencidos que tantas veces amasó la historia de nuestro territorio, la intervención desde el capitalismo y el autoritarismo dio lugar a la construcción de una experiencia que ya no pudo ser constatada; de hecho, cuando sucedió, la escritura literaria fue la que organizó la única trinchera posible ante la idea de que un objeto literario es una mercancía en tanto no accede a mecanismos de reproducción ligados al consumo sino más bien a operaciones intrínsecas vinculadas al concepto de resistencia.
Baldovin así lo intuyó en sus tiempos de militancia, y como consecuencia construyó un techo con la argamasa de quien sabe que lo que va a llover, dolerá. Del mismo modo su escritura estira su forma para penetrar un terreno donde se conjugan la lectura política y la escritura de la poesía como un acto revolucionario. Una revolución surge a partir de una saturación, un exceso, es un avance de un correlato de autoridad en el que alguien, detrás, empuja para no morir aplastado. En Mi signo es de fuego la palabra  revolución actúa como una aguja que hilvana la escritura con la página en blanco, el acto de construir donde no hay nada ni nadie, irrumpiendo y a la vez uniendo verso a verso con violencia bajo la forma del signo o el silencio. En La Militancia (1971-1973), es interesante el diálogo que se produce con la poesía de José Martí en el poea homónimo:

… ya en mí no queda nada
más que un reflejo mío, como guarda
la sal del mar la concha de la otra orilla.
Cáscara soy de mí, que en tierra ajena
gira a la voluntad del viento extraño
vacía, sin fruta, desgarrada, rota.

(Martí, “Domingo triste”)

Es otro ser el que me habita. Mitad odio mitad desesperanza.
Un animal que ruge y se revuelca y coagula la sangre con sus babas.

En los dos últimos versos Baldovin comparte un mismo sentido apocalíptico de un horizonte irreconocible donde sólo queda la metáfora de la caverna kafkiana, sobrevivir con la lectura y la escritura como forma de mantener encendida una lámpara. Tanto en Martí como en Baldovin, decir violencia es desordenar el lenguaje de una doxa que repite una y otra vez un mismo y único modelo para que florezca el germen oprimido. Violentar el poema es escribir sobre la saturación y el exceso, trazos que se (des)marcan del itinerario habitual. En el primer extracto del poema Martí escribe desde el desgarro de la expulsión de su país; Baldovin desde el secuestro y desaparición de su hijo. El lenguaje de la pérdida es una construcción que codifica una composición poética, es el acto repetitivo de un Sísifo que insiste en rasgar con la punta de un cuchillo la conjunción espacio tiempo con el objeto de dejar una huella sobre la superficie. Esa pisada es el origen de una resistencia y es, ante todo, el techo de ese otro pie que insiste en aplastar y oprimir; borrar y separar.
La Militancia es un libro que considero clave, un libro pulsional. La escritura codifica el signo político, la lengua trastoca el fondo gris y se vuelve un horizonte donde el peligro resplandece en cada verso y en cada rasgo. Durante el período de elaboración de estos poemas, la composición no abandona la relación intimista existente entre el dolor y la ausencia. Como todo acto político y revolucionario, la certeza, la solitaria presencia de la razón, no significan nada sino se lleva a cabo una línea de acción determinada. Por eso la idea del túnel kafkiano es sólo el principio. Para Baldovin ninguna veracidad es fiable si no tiene representación de acto o de hecho:

La sola verdad no es suficiente
Lleve en la otra mano la espada el garrote el incendio…

En una sociedad en la que el control y el castigo, incluso la desaparición y la muerte, se naturalizan como parte perversa de lo cotidiano, el mismo acto de escribir es la ofrenda de un bien común: el tiempo en que la escritura da una respuesta estética a un hecho moral:

Pero hay que saber de navegación
Porque ignoran hay un momento preciso para transformar en fusiles las palabras
Para sembrar la esperanza donde crecía el llanto.

La Militancia es así un centro neurálgico que somete a la totalidad de Mi Signo es de Fuego a un libro sobre una revolución posible, la renovación del ser humano mediante la comprensión de que la libertad es total o no es; es desnuda o no ocurre. La revolución, al igual que la escritura, no es un centro ético al que hay que acertar. En todo caso es un límite a transgredir, bordear y recorrer.

Aquella revolución que amamos que sea en nosotros mismos  

Pese a que todo el cuerpo del imaginario opera como vehículo de comprensión, la escritura le sirve a Baldovin para discernir que la primera revolución posible es la propia; y también para construir un lumpen y reconocer cuándo el Estado es democrático y cuándo es fachada. Es necesario volver a diferenciar una y otra vez no tanto para definir una ética de lo específico sino para construir alrededor de la materia de la escritura una fortaleza, porque, en palabras de Benjamin, el enemigo no ha cesado de vencer. En esta sociedad desde la que Baldovin escribe hay un carruaje que camina y festeja sobre el suelo de los vencidos ante la mirada atónita de un lumpen:

Falsas campanas tañirán y deberás reconocerlas
De las campanas verdaderas
Verás entonces madurar las mieses
Devorarse los cuervos los unos a los otros)
(sólo un corazón en paz desata las tormentas
Maneja el timón en las tempestades…

La poesía de La Militancia surge para el discernimiento, la discusión y el diálogo, para resistir la estación de tormentas. En Mi Signo es de Fuego ejercer la militancia, como practicar la escritura, es un hacer político en el que se presta ayuda a una causa o un proyecto. Pero también es un saber otorgar a una resistencia. En ese hacer político del poema Glauce reconstruye una valla para los indefensos, una genealogía de las influencias que nace de la poesía y termina desperdigada en la palabra.
En un libro que tituló De los Poetas (1991) los nombres que pueblan las hojas tienen el peso de un escritura perimetral y visceral a la vez. César Vallejo, José Martí y Vladimir Maiakosvki son sólo algunos nombres que por el hecho de pronunciarlos tienen el peso de una escritura para la política.
Toda poesía tiene el lastre de la ética, la moral, pero no toda poética resiste. Cada uno de estos nombres, al igual que el de Baldovin, tiene también el peso de una historia personal y colectiva que la escritura quiere y no puede agotar. Por eso Mi Signo es de Fuego, en un acto de fuga rimbaudiana, es un libro que bordea toda frontera ética pero no traza lo específico de lo moral. De hecho, a Glauce la escritura no le fue esquiva para hacerla entrar en el universo de la locura y el alcoholismo.
Julio Castellanos anotaba en las páginas preliminares de esta Poesía Completa que la poesía de Glauce está alejada de todo tipo de artificios. Me atrevo a decir que De los Poetas  es un libro que puede leerse como su árbol genealógico, tiene esa aseveración hecha carne y la justificación de toda su escritura: la poesía debe ser el arrebato de un déspota, donde lo único que debe gobernar es la materia de sus in-modificaciones. Tal vez Glauce haya tenido al momento de sentarse en su escritorio una sensibilidad premonitoria, la de saber que toda escritura debe atrincherarse a las consecuencias de prácticas impolíticas para poder subsistir. Eso o la certeza de que La Creación puede, quiere y necesita de libros como estos para que el acto de resistir se transforme en un rito.

Nota.
Glauce Baldovin nació en Rió Cuarto, Córdoba 1928. Sufrió y vivió , como tantos otros, los años de dictadura que acosaron a nuestro país. El secuestro de uno de sus hijos la convirtió en sobreviviente. En 1972 obtuvo el premio Casa de las Américas por su libro La Militancia.

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