mamá india, soledad urquia

El despertador sonó a las seis y diez de la mañana. Pensé en dormir media hora más pero enseguida descarté la idea: la pereza y la distracción son dos grandes enemigos para el aspirante espiritual. 

—Hola —le dije a la lagartija blanca que vivía en mi cuarto y estaba inmóvil y con los ojos abiertos en el mismo rincón de siempre.

Me paré al lado del colchón y traté de hacer unos saludos al sol. Enseguida me distraje: veía demasiado polvo y pelusas cada vez que la postura llevaba mis ojos cerca del piso. Pensé que era momento de cambiar de habitación.

Me vestí rápido: babuchas verdes, musculosa de morley y una remera blanca a la que no le había podido sacar unas manchas. También agarré un chal porque en el ashram el porcentaje de piel desnuda tenía que reducirse al mínimo. Salí descalza; hacía más de una semana que mis ojotas se me habían roto y no había tenido ganas de ir a comprar otras a la zona del pueblo donde estaban todos los negocios y que quedaba un poco alejada del ashram. “Genial, te va a ayudar a enraizarte”, me había dicho Siva.

Antes de subir a mi bicicleta, miré a la Montaña por unos segundos y agradecí estar cerca de Ella. Después empecé a pedalear, avanzando por los caminitos de tierra roja que llevaban al ashram. Frené cuando, en medio del camino, vi a una cerda negra con sus bebés. Eran los únicos animales de la fauna india que de verdad me asustaban. “El miedo, como todas las emociones, es ilusorio”, me recordé a mí misma antes de respirar hondo, situarme en la posición interna del observador imparcial y pasar junto a ella casi rozándola. Las crías salieron corriendo pero la cerda no me prestó atención.

Una vez en el ashram, caminé hasta el salón de meditación más chico. Antes de entrar, el indio que siempre estaba en la puerta me saludó con la mano. Le hice una pequeña reverencia juntando mis palmas a la altura del pecho. Nos sonreímos.

Agarré un zafu y me senté en un rincón con las piernas cruzadas. En ese cuarto, meditar me resultaba más fácil: mi cuerpo se adaptaba con menos resistencia a la inmovilidad y el asedio de pensamientos, tenaces y repetitivos, se calmaba en algunos momentos. Estar con uno mismo es difícil: volvía a sentir en el cuerpo las palabras que más me habían dolido, el apego a la materialidad y a las personas queridas, las tendencias egoístas e infantiles que creía haber erradicado y el enojo que ni siquiera en su momento había llegado a sentir. Pero en ese lugar, quizá amparada por la presencia del Maestro, podía observar todo esto con desapego y sentía que, de a poco, me iba limpiando.

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