Los silencios, Mauricio Koch

Hay momentos para hablar y otros para callar. Andrés, el protagonista y narrador de esta novela corta permanece en la plaza junto a un perro para escuchar el silencio, pero no puede parar de hablar en el velorio de su madre.

Las palabras lo pueblan, lo habitan, como esa presencia indispensable para afrontar las grandes pérdidas. Hace poco se ha enterado de la muerte de ella y en el pueblo de Hernández, Entre Ríos, de donde él viene, está su padre con las costumbres de siempre, pero no consigue adaptarse a la soledad. Los zapatos de ella siguen moldeados por sus juanetes aunque ella ya no esté. Están sus huellas, sus marcas, el recuerdo de seres amados que no pueden enfrentar ese vacío. El tren ya no pasará por la estación del pueblo, ese centro de vida que animaba todo. De la misma manera, la presencia de la madre irradiaba calor, un calor que ahora se transforma en frío de forma repentina: “estirás la mano y la apoyás en su frente. La dejás un momento y sentís cómo el frío empieza a subir por tus dedos.  No lo soportás y volvés a su pelo.”

Andrés nos cuenta de su periplo en la ciudad, su búsqueda desesperada por conseguir trabajo, sus amores. Retornar a ese amor de juventud es una promesa de vida nueva en medio de tanta muerte. En el pueblo siempre hay alguien que muere de tristeza, la de Hernández es una historia de pérdidas constantes, migraciones que no cesan, personas que se van a la gran ciudad escapando de la monotonía. En la estación del pueblo estaba prohibido suicidarse, nos cuentan, como si se tratara de una pileta donde está prohibido zambullirse. “Los suicidas que no respetaban la tradición eran muy mal vistos”, leemos en el relato que consigue abordar la tragedia con humor.

“El tren había muerto y sus restos como un despojo estaban ahí, echándose a perder, transformándose en chatarra, muriendo cada día un poco más”,  nos dice el protagonista. Es que este hombre debe enfrentarse a los restos de su madre que también son una especie de despojo. Él se pregunta: “¿qué era esa ridiculez de mamá en un cajón, rodeada de coronas y velas, cuando días antes habíamos hablado una hora por teléfono?”. Se mira al espejo y ve ojos hinchados que ni él mismo reconoce.

En la literatura hay zonas donde todos nos podemos reconocer, hechos que nos acontecen a todos, como la muerte de un ser querido. Pero también hay situaciones que nos resultan extrañas porque son únicas en cada experiencia humana y ahí radica la fuerza de este relato, al ahondar en sentimientos que son comunes a todos los hombres y todas las mujeres, bajo el prisma particular de Andrés que nos cuenta una historia en forma honesta, sin rodeos y haciéndose cargo de cada sensación que pasa por su cuerpo, de cada pensamiento que pasa por su mente.  La anécdota del ñandú, por ejemplo, sirve para introducir un elemento extraño en la narración; también introduce el humor aunque sin perder de visto lo trágico.

“Hacer composturas se parece mucho a hacer milagros y papá los hacía. Le llevaban ruinas, cosas imposibles y él por arte de magia las dejaba nuevas”, nos dice Andrés. Quizás sea el mismo trabajo milagroso de la buena literatura que como un poderoso remedio transforma aquellas ruinas que habitan dentro de nosotros en construcciones sólidas que otros podrán recorrer.

Poner en perspectiva los problemas que nos aquejan cotidianamente al contrastarlos con lo rotundo de una muerte es lo que hace el personaje: “Los problemas dejaron de serlo: “frente a mi dolor… todo lo demás era una estupidez”. Los sentimientos cobran relevancia porque más allá de las palabras, siempre están, grabados en nuestro cuerpo. Leemos que el pueblo era un murmullo viejo. El protagonista está atento, sin embargo, al propio murmullo, porque los recuerdos no se silencian; permanecen zumbando. Los silencios (palabra que se reitera en este relato) nos hablan de esos momentos en blanco en la vida de cada uno, donde uno se detiene para pensar, evocar momentos pasados o simplemente contemplar el momento presente, el vacío.

Mauricio Koch registra con una enorme sensibilidad los procesos que rodean a una gran pérdida. Así como el tren arrasa con todo, el tiempo arrasa con nosotros, pero por suerte tenemos a escritores como Koch para enfrentar el paso del tiempo con unas palabras que muerden el silencio sutilmente y nos presentan un mundo donde el desamparo es una realidad, pero donde también es posible encontrar, en la sombra del lenguaje, un lugar que nos ampara de ese sol que nos fulmina los ojos, de ese dolor quemante.

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