Las rusas, Flor Monfort

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Acaso los cuentos de Las rusas, el más reciente libro de Flor Monfort, consigan su forma y su cadencia narrativa como resultado de una modulación distorsiva que la propia autora aplica a partir de los otros géneros que hasta ahora había frecuentado, los poemas de Luna Plutón (Caleta Olivia, 2018) y sus textos periodísticos en Página/12. De un lado está esa capacidad casi natural de construir una imagen a través de la palabra —casi siempre venenosa, como si detrás de cierta destreza y cierto encanto nos llegara un cross al pecho— que puede notarse en el comienzo de “Patriotas” o en el final de “Dragonas” o de “Los genios”. Del otro, hay una especie de tono afirmativo, claro y efectivo, asentado en la mecánica de todos los cuentos como si lo que se narrara no pudiese discutirse ni pensarse de otro modo. Los hechos, las evocaciones, las cosas y a veces los personajes —uno está tentado de decirles las personas: así de convincente puede resultar este estilo— aparecen allí con un peso inusitado. Chucherías, autos, ropa y sensaciones se ensamblan sin jerarquías ni preferencias y surgen tan necesarios como la tinta y el papel sobre el que se imprimen. Lejos de la estructura típica de principio, nudo y desenlace, poderosamente descriptivos, los cuentos de Las rusas parecen relatos de situación, captados por una lente, una película y un obturador que pueden ver, o sugerir, algo más que las imágenes en movimiento que los constituyen. No están completos, saltan y su continuidad no es tersa ni pulida. Tampoco apuntan a colmar todas y cada una de nuestras expectativas mientras los leemos; y, narrados en primera persona por una voz femenina —sangrados, embarazos, el aborto y los cambios hormonales son motivos narrativos—, se asemejan también a una suerte de diario que indaga entre las razones prácticas, históricas y sentimentales de una pregunta pesada pero, sin embargo, planteada —¿y respondida?— con alguna soltura que no suena impostada: ¿cómo llegué hasta acá? Lo bueno del caso es que en las reflexiones que a veces glosan los acontecimientos casi nunca hay una evaluación moral, ni una bitácora para otros autonautas, ni del viaje ni de sus destinos. Madres, hijas y abuelas tienen un rol protagónico, aunque ese padre peronista, loco de furia después de una cena navideña en la casa del country de una de sus hijas, manejando por una ruta desconocida y perdiéndose, es un personaje entrañable. De situación, si vale, preponderantemente visuales y sostenidos por un pulso narrativo muy firme —las conjeturas o especulaciones que puedan generarse en sus huecos o en sus finales abruptos no constituyen ofensa—, los cuentos refieren crímenes, rupturas, extrañamientos, añoranzas y descubrimientos. Frases como “Los novios tristes son una estafa, pero son los que me vienen tocando” o “Me siento muy enamorada de Ulises porque me maltrata lo suficiente y me dice las cosas bellas sólo cuando estoy enojada”, también aportan lo suyo.

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