La desobediencia, Poesía reunida, Claudia Masin

     ¿Puede ser la infancia de otra persona la propia? Más bien, su escritura de la infancia puede hacernos revivir lo atravesado, sus palabras convertirse en las de quien lee. Ese acto, que llamar empatía es menoscabar, porque va más allá, es casi revelación: leemos en palabras ajenas lo que no sabemos poner en palabras, y que recién cuando otre lo hace pensamos que ya lo habíamos pensado o sentido o intuido. La impresión es falsa. Esas imágenes no estaban ya formadas en nosotros, se despiertan como resonancias de las palabras que leemos, surgen y nos asaltan, nos convencen que siempre estuvieron allí, que son las que pensábamos sin conocer y sin formular. Leer es descubrirse. Y cubrirse: abrigo y protección. Quien ha sido lectora en la infancia sabe de ese tembloroso cuidado que los libros ejercen, porque son puertas a otros mundos, fugas y desobediencias. La poeta escribe:

“Es posible entrar en la infancia de otra persona.
no hablo de inventar una historia lo suficientemente hermosa,
o triste o rara, que nos dé la ilusión de estar unidos,
sino de entrar, como entra la raíz de un árbol en la raíz de otro,
cuando el espacio que los separa es poco. Hablo
de troncos diferentes creciendo de un suelo común,
en una misma dirección, de tal manera
que no se podría derribar uno solo sin precipitar
la caída de los dos. Se puede entrar así,
no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo,
en la reverberación del impacto que tuvieron sobre él
las primeras voces escuchadas, en su alegría
ante la experiencia del contacto físico, del encuentro
con las fuerzas tremendamente violentas de lo vivo.”

     Se entra en la infancia porque de algún modo esa memoria narrada es a la vez singular y común, es también la de la lectora, que se reconoce en las mismas huellas, o reconoce esas huellas sobre el propio cuerpo. Masin escribe menos la plenitud del hecho, que la pérdida, el momento en que se vuelve inasible, la herida abierta del paso del tiempo que es finitud, fugacidad, vida efímera. Lo que se dice es la memoria en el cuerpo, porque la palabra llega como anhelo de conjurar la pérdida pero a la vez solo es posible porque la pérdida es efectiva, gozosa y dolidamente vivida. Si fuera negada, la poesía no sería ese roce fatal y necesario. Siempre un poema es ejercicio y materia de memoria, nunca grito en la epifanía del presente. Ella lo sabe y y cada poema encuentra en ese desgarro su bella lucidez:

“Desde esa noche, para la hija, escribir
será escribir la pérdida de ese momento.”

     Claudia Masin escribió varios libros, de preciosos y escuetos títulos: Bizarría, Geología, La vista, Abrigo, El secreto, El verano, La plenitud, La cura, La siesta. La editorial Contexto, de Resistencia, los reunió en el tomo La desobediencia. Los nombres de libros, ciudad y editorial se deslizan y se refuerzan, muestran un movimiento fundamental o un destino. Porque si los títulos iniciales parecen delinear lo quieto y lo sereno, lo que transcurre en las siestas del verano y una imagina (lee) a una niña sentada con un libro, el título de la Poesía reunida señala que no hay quietud verdadera, que todo surge de una voluntad de escritura que rasga, irrumpe, trastoca, que desarma un destino o un rumbo para tejer otros, prohibidos y díscolos. En la infancia comienza la fuga, la rebelión de la niña topo, la niña esquimal, la lectora, la que tiene un libro en sus manos, que será camino a la rareza, a lo que abre huecos en los muros pueblerinos, lo que vuelve al pueblo mismo inhabitable:

     “Los días que yo conocí en la infancia han sido pesados y espesos como el aceite, y sin embargo han tenido la fluidez de un aire ligero, delgado, que es posible empujar con el soplo de la boca de una nena. Y yo era quien soplaba para que los días corran, ¿era yo o eran los libros?, ¿de quién era el aliento? Sólo sé que los libros me permitían apoyar los pies en la tierra del mismo modo que una mariposa fija sus patas al charco de jugo de un durazno; que sin ellos no habría habido dónde quedar empantanada si no era en un presente que era necesario atravesar para que el alfiler no se clavara en el corazón hasta paralizarlo.

     Los libros leídos en la siesta eran devoradores, como una lluvia de cometas: imposible combatir con razonamientos la fe que ponemos en lo que estamos viendo cuando sucede algo extraordinario. Lo extraordinario nunca sirve para nada, es sólo eso, lo raro, lo que no pasa casi nunca y cuando pasa merece ser mirado como un espectáculo, pero no tiene en la vida más que el papel de alumbrar un momento determinado de un día cualquiera así recordamos que lo usual no es eso, que no debe esperarse que vuelva ni mucho menos salir a buscarlo. Es decir, es lo que ha sido puesto ahí para que quede claro hasta dónde llegar, como las boyas en el río traicionero, marcando el límite al nadador para que no se aleje. Pero los libros injertaban, en la tierra bien dispuesta que era yo, un gajo desmadrado, de crecimiento inconmensurable. No era más que un yuyo, no iba a dar nada bueno al jardín, iba a asfixiar a otras plantas capaces de dar frutos o de volverse árboles. Pero una vez que prendía, como la mayoría de los yuyos, no había quien pudiera matarlo. Ni el fuego que los paisanos encienden en las antorchas rojas y negras rociadas de alcohol en los campos que han sido contaminados, ni una plaga de langostas siquiera, que al fin y al cabo son iguales a esas ideas raras que contagian los libros: se comen lo que sirve y a los yuyos los respetan como dioses paganos, para que sigan reproduciéndose como ellas y arruinen toda cosecha con el virus de la vida incontrolable que propagan y que es -ella sí- la verdadera peste, cuyo mayor peligro es que una vez desatada ya no se detiene.”

     Leo en la poesía de Claudia mi propia infancia. Por eso, la tentación de citarla largamente. De transcribir sus poemas, no solo de leerlos o mentarlos. De copiar las frases y los versos, ya releídos y subrayados. También allí donde no me reconozco y donde el desconocimiento abre una nueva posibilidad de sentir y de pensar. Masin no es humanista. El suyo es un materialismo de los seres vivos, de lo viviente en general, frente al cual el humanismo parece solo narcisismo multiplicado. Es materialismo sensible, que descubre la voz propia solo en el dejarse atravesar por otras voces, otros sonidos, otras imágenes. Panteísmo y festejo de la vida, pero a la vez, dolor por los daños que incesantemente se producen:

“Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano
donde no nos faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.”

     Minucioso y preciso encuentro con este libro del que no se sale indemne. No salgo indemne, quiero decir. Lo leo atravesada por el verano, por el sonido del mar, por los infinitos verdes del bosque, por la aspereza de la arena, por el aire y la brisa. Leo con ganas de copiar muchos poemas en una libretita para no olvidarlos pero copio algunos en este comentario. Leo absorta ese saber sobre la infancia, que también habla sobre la mía, y sobre las siestas provincianas, y sobre el olor a tierra mojada que precede a las tormentas, y sobre esas luces y esos amores y esas complicidades que porque existieron alguna vez nos siguen salvando del daño vivido y del que podemos hacer. Leo, copio, gloso, para contagiar el entusiasmo. Para decir: hay, aquí, un libro fundamental. Que tiene algo de amparo y de apertura. Un libro que es un rincón a la sombra.

MARÍA PIA LÓPEZ
Es docente y escritora. Estudió sociología y se doctoro en Ciencias Sociales (UBA). El último de sus varios libros es Apuntes para las militancias. Feminismos, promesas y combates (2019).

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