LA CUESTIÓN DEL ALMA, Gustav Fechner

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Gustav Fechner (1801-1887), pionero de una psicofísica que buscaba establecer una correlación entre los estímulos físicos, las sensaciones y el alma, presenta en La cuestión del alma, menos una definición del alma que consideraciones sobre sus múltiples manifestaciones y la creencia que ellas inspiran. Estas manifestaciones del alma, fundamentalmente tomadas desde la sensibilidad, no son ningún privilegio de los humanos. Retomando argumentos de varios de sus libros anteriores (Nanna y Zend-Avesta principalmente), vuelve a mostrar aquí cómo las plantas sienten sin nervios, y cómo, en tanto brotan, se orientan, eligen, tienen sexualidad, se diferencian y se relacionan, tienen “alma”. La vida de una planta es más cercana a la de un animal despierto que la de un animal durmiente o de un embrión. Así se desenvuelven los argumentos, por analogías y diferencias. ¡Simples analogías! dirán sus adversarios; sí, meras analogías, asentirá Fechner, pero analogías cuidadosamente llevadas. Analogías ligadas a puntos de vista singulares, a cierta mirada transversal, hasta a visiones: Fechner habla de cuerpos y de almas pero redistribuyéndolos hasta límites extremos en un extraño mundo de umbrales. ¿La vida? Un umbral entre sueño y vigilia. ¿El alma? Un despertar gradual, variación de intensidades distribuidas a lo largo de una serie que va desde las plantas hasta Dios, alcanzando los astros. Una serie continua de umbrales donde los intermediarios (los pólipos, plantas-animales) y la operación de conexión juegan un papel crucial.
A esta filosofía, William James la caracterizaba como “filosofía del espesor” halagándola contra las filosofías chatas de lo absoluto. Con La cuestión del alma, Fechner se propuso, en su siglo XIX, desahuciar materialismo e idealismo por igual. Hoy deja abiertas muchas lecturas, tan perturbadoras como fascinantes… algo de una ecología radical, de un vitalismo sin límite, de un continuismo casi oriental… como sea, una filosofía que agarra las cosas, las plantas, los planetas y las palabras, sin ningún temor, y sin pedir permiso a nadie. A nadie, ni a una hydra.

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