estoy aquí todavía, ivonne bordelois

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Aquí estoy, todavía, subraya Alejandra Pizarnik en la última carta que le dirigió a Ivonne Bordelois en julio de 1972. Y aquí están, ambas, en esta correspondencia que podría denominarse inédita por el gesto que implica su publicación: el de restituir la conversación entre dos poetas pero, sobre todo, entre dos mujeres que supieron construir una amistad sostenida de la poesía, sin más agregados que el de las palabras que se dirigieron una a la otra durante 11 años. Aquí está, también, una faceta de Pizarnik que suele quedar ensombrecida detrás del mito de la poeta suicida: su ternura y su luminosidad, su gracia y su humor, su generosidad y su enorme capacidad de trabajo con el lenguaje. Quizás el género epistolar sea uno de los lugares privilegiados para revelar que no existe la correspondencia entre los seres humanos, y quizás por esa misma imposibilidad se insiste. Bordelois y Pizarnik se acercan y se alejan, tropiezan con silencios y con malentendidos, comparten los pormenores y las alegrías de la escritura, ofrecen un mapa fervoroso de la época –político, social, literario–, se encuentran y desencuentran en París, Buenos Aires y Nueva York. Pero en cada una de las cartas, lo que insiste, con amor y fidelidad, es ese aquí estoy, todavía. Ese es el gesto que hoy se renueva con este libro y nos estremece con la fuerza de su vigencia: hay conversaciones que duran toda la vida e, incluso, más allá de la muerte. 

Texto de María Magdalena

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Sobre las autoras: 

Ivonne Bordelois nació hace mucho tiempo en un pueblito de la Provincia de Buenos Aires, anduvo por el mundo, tuvo la suerte de amigarse con Alejandra Pizarnik y de estudiar con Noam Chomsky, y después de gitanear durante treinta años y de cansarse de la Academia, volvió al país, a la encrucijada de la lingüística y la literatura, y decidió embarcarse definitivamente en esta última. Escribió unos cuantos libros y recibió muchos palos y muchos premios. Anda detrás de la poesía, esa cosa alada y misteriosa, que a veces parece visitarla y otras veces se esconde y la elude –como la vida, como el amor, como siempre.  

Alejandra Pizarnik nació en abril de 1936, y murió en septiembre de 1972. Alejandra, sólo un nombre, mil nombres: Flora, Buma, Blímele, Sasha. Hija de inmigrantes judíos, Rosa y Elías, hija del viento, hija del exilio, hija del Holocausto. Alejandra agazapada en las sombras, envuelta en su Montgomery, los ojos profundos y densos, su habla interrumpida y trastocada como venida de un país lejano, su maleta de piel de pájaro, tan expulsiva como atrayente. Alejandra cautivante y encantadora, entregada al éxtasis del poema y del amor: las verdaderas fiestas tienen lugar en los sueños y en el cuerpo. Alejandra, esa enorme carcajada que se volvía un gemido, dijo de ella Fernando Noy, y qué metáfora precisa para la sacerdotisa de la gracia y del humor que fue. Porque, más allá del mito, su vida estuvo signada por un sinfín de matices, de tramas hechas tanto de tinieblas como de luminosidades. Y su obra aloja esa misma composición de tonalidades y contrapuntos, como un infierno musical escrito en esta noche, en este mundo.

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