Criptocomunismo, Mark Alizart

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Bitcoin es una tecnología, antes que económica o financiera, profundamente política: es el sueño de Marx vuelto realidad. Protocolo de intercambio de informaciones perfectamente transparente (cada quien posee el registro sobre el cual las informaciones se escriben), descentralizado (nadie tiene su control) y, sin embargo, infalsificable (validado mediante pruebas de trabajo), indescifrable (las informaciones están encriptadas) e inviolable (la integridad de la cadena se verifica constantemente), Bitcoin permite producir consenso de manera descentralizada.

Marx pensaba que una forma de organización o protocolo debía acompañar la desestatalización de la sociedad, de lo contrario las mismas causas engendrarían los mismos efectos. Las fuerzas privadas sacarían provecho de la debilidad pública para confiscar los bienes comunes y el Estado resucitaría de sus cenizas, más fuerte todavía, como fue demostrado por el aplastamiento de la Comuna en 1870.

Contrariamente a lo que podríamos pensar de manera espontánea, Marx sostiene que el Estado no es aquello que se opone al mercado. No nació para poner de rodillas a los empresarios, para mantenerlos a raya, para controlar la potencia de su creatividad. Muy por el contrario, fue inventado por los capitalistas para proteger su propiedad privada, para hacer avanzar sus intereses, para disuadir el desarrollo de la competencia. Dicho de otro modo, el Estado nunca es más que el interés privado dominante disfrazado de interés público. Es un actor del mercado en toda regla.

Si ni los “consejos populares” (Marx), ni los tecnócratas no-electos (Hayek) pueden paliar las disfunciones del mercado, sin embargo, surge entonces la pregunta de quién puede hacerlo. Y es allí que Bitcoin nos interesa, ya que se presenta como la solución para este callejón sin salida. Aparece como aquello que le faltó al comunismo para llevar a cabo su “destrucción organizada” del Estado.

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