¿cómo fue que todo salió bien? al alvarez

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Cada vez que se menciona el nombre de Al Alvarez surge de inmediato el mismo diagnóstico: que se trata de un autor “inclasificable”. Y es absolutamente cierto. Si bien tuvo en Oxford una formación clásica ligada a la alta literatura y empezó su carrera en el ámbito académico, sus intereses fueron variando con el tiempo de forma drástica, y los libros que más adelante lo harían célebre abordan mundos tan poco ortodoxos como el póquer, el montañismo, el divorcio y el suicidio (y son, además, producto de experiencias personales, directas). Pero no es sólo la materia de sus textos aquello que lo vuelve un escritor único; si despierta la admiración de sus lectores es porque su pericia narrativa, cualquier sea el tema, resulta hipnótica: da lo mismo que hable sobre John Donne y la poesía metafísica o sobre los tahúres de Las Vegas, la obra de Samuel Beckett o una expedición al Everest.
 
¿Cómo fue que todo salió bien? no es la excepción. Estas minuciosas memorias ratifican esa cadencia irresistible, esa prosa inmisericorde, aguda y calma que deslumbra en El dios salvaje, La noche y En el estanque. Alvarez evoca aquí sus orígenes familiares en el seno de la comunidad judía de Londres y recupera la Inglaterra de su infancia –un mundo que ya no existe, cuando la clase media vivía con una pompa hoy inimaginable, cuando las bombas alemanas llovían cada noche desde los cielos–, repasa los amores literarios de su juventud –en particular Auden y D.H. Lawrence–, analiza el vínculo inestable con algunos contemporáneos –Kingsley Amis, Philip Larkin– y regresa, con una mirada inteligente y reveladora, sobre sus poetas favoritos, aquellos que ayudó a difundir desde su lugar como crítico –Berryman, Lowell, Hughes y sobre todo Sylvia Plath, con quien tuvo un vínculo muy cercano–. Aunque se trata de una autobiografía con una fuerte conexión con las letras, Alvarez logra trascenderlas con creces: establece un modo radical y único de situarse entre la vida y los libros. O, en sus propias palabras, entre la adrenalina de estar vivo y “todo ese desatino” de la literatura.
 
fragmento
 
Del capìtulo "Más allá del principio de delicadeza"
Ese mismo año Terry decidió que el Observer debía publicar poemas y que yo tenía que ocuparme de elegirlos. No era algo que los diarios dominicales hicieran en aquel entonces, salvo en raras ocasiones y sólo para completar algún hueco. Terry pensaba que la poesía era importante y que debía aparecer en el diario de forma regular.
Empezamos en marzo de 1959 con un poema de R.S. Thomas y terminamos –o al menos yo terminé– en febrero de 1977 con cuatro poemas de Jean Rhys, los primeros que publicaba en su vida. Algunos domingos seleccionábamos un único poema y de tanto en tanto ninguno, pero por lo general un cuarto de página –o media– estaba dedicada a la poesía, a veces de un autor solo, a veces de varios –los conocidos, los no tan conocidos y los ignotos, todos mezclados–. Varios poetas consagrados, como Graves, Auden y MacNeice, aparecieron en el Observer, así como Larkin, Amis y Enright, pero los que publicábamos asiduamente eran aquellos a los que yo más admiraba, en particular Ted Hughes, Thom Gunn y algunos estadounidenses cuya reputación aún no era tan sólida en Inglaterra, como Lowell, Berryman, Roethke y Eberhart.
También fuimos el primer diario británico en publicar series de poemas traducidos al inglés de Zbigniew Herbert y Miroslav Holub, con breves introducciones de mi autoría. Y tal vez lo más importante: el Observer difundió los últimos y notables poemas de Sylvia Plath en un momento en que muy pocas revistas del país los aceptaban, y tratamos su muerte como una tragedia para la literatura, no como un chisme. El domingo posterior a su suicidio publicamos “Epitafio a una poeta”: cuatro de sus mejores poemas de aquella época –“Límite”, “El temeroso”, “Bondad”, “Contusión”– junto con un retrato suyo y un párrafo mío. Ese texto intentaba demostrar –una ingenuidad de mi parte– que sus escritos eran muchísimo más importantes que las circunstancias de su muerte:
El lunes pasado murió inesperadamente en Londres Sylvia Plath, poeta estadounidense y esposa de Ted Hughes. Tenía treinta años. Había publicado su primer libro de poemas, El coloso –un volumen muy logrado–, en 1960. Pero fue sólo recientemente que la peculiar intensidad de su genio halló su perfecta expresión. Durante esos últimos meses había escrito sin pausa, casi como poseída. En esos poemas finales indagó sistemáticamente esa zona estrecha y violenta que yace entre lo viable y lo imposible, entre la experiencia pasible de ser transmutada en poesía y aquella que resulta abrumadora. Se trata de un verdadero hito para la poesía moderna, algo que la convierte –creo yo– en la poeta más dotada de nuestra época. Los siguientes poemas fueron escritos pocos días antes de su muerte. Sylvia deja también dos hijos pequeños. La pérdida para la literatura es incalculable.
Palabras como “genio”, “intensidad” e “hito” garantizan el rechazo instantáneo del establishment literario de Londres, de modo que mis afirmaciones sobre la obra de Plath fueron consideradas, naturalmente, meras exageraciones. Aun así, me gusta pensar que el modo en que esos últimos poemas alcanzaron por primera vez a un público masivo sirvió para cimentar la reputación de Sylvia. Como el Observer era un diario de alcance nacional y los lectores se tomaban muy en serio sus páginas dedicadas al arte –Ken Tynan estaba a cargo de las críticas teatrales–, durante un tiempo quizá resultó más influyente que cualquier revista de poesía en el país.
 
 
Al Alvarez (Londres, 1929-2019) fue poeta, narrador, crítico y ensayista –además de escalador y aficionado al póquer–. Estudió en Oundle y en Oxford, y antes de dedicarse de lleno a la escritura dio clases en Inglaterra y los Estados Unidos. Como crítico, colaboró con medios como The New Yorker, The Observer y The New York Review of Books. Escribió varios estudios literarios y una decena de títulos de no ficción sobre temas tan dispares como el suicidio, el divorcio, la noche, el montañismo y la vejez, entre los que se destacan El dios salvaje, Alimentar a la bestia y En el estanque (Diario de un nadador)
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