Bajo Cero, Damian Ríos

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El movimiento continuo está en la base de los seis cuentos de Bajo cero. Un movimiento de arrastre que puede venir de un recuerdo, de “una forma de la imaginación”, de un pensamiento que está adentro y de pronto irrumpe y es como los militantes que marchan en manifestación, siempre están llegando y no paran de llegar.

Damián Ríos encontró la manera de interrumpir ese flujo –de pensamientos, de sensaciones, de impresiones– escribiendo. Sin embargo, la interrupción no detiene el movimiento: es el salto que le permite sumarse a él. Que esa suma termine por modificar el flujo o al sujeto es otra historia. Escribir sería algo así como subirse a un tren en movimiento que, aunque lento, sigue avanzando. Luego, el cuerpo de quien escribe ocupa un lugar en ese tren que ha dejado de ser el mismo, como no es el mismo el sujeto metido en ese trance.

Escribir no es hacer literatura. El hacer invoca recetas donde se sabe lo que se hace y para qué o quién se lo hace. Ríos no hace literatura, aunque escribe. Escribe como le sale pero no habría que dejarse engañar por el supuesto espontaneísmo. Por ejemplo, se da el lujo de usar el adjetivo “lindo” y repetirlo en su sencillez cada vez que lo necesita. Dice “lindo” y no otra cosa; es su modo de afirmarse, de saltar al tren, diciendo lo que quiere y no lo que conviene. Tampoco elude las opciones cuando decide a qué tren subirse: ¿el del arte político o el del arte verdadero?, ¿el de la lengua de los sobrios que “tiene introducción, nudo y desenlace” o el de la de los borrachos que discurre sin fin?, ¿el de la experiencia directa o el del buscador de Google? Para la escritura no hay materiales espurios ni palabras proscriptas. Eso es lo que nos da a entender.

La mayoría de los cuentos transcurren en Entre Ríos y entre los Ríos, que son muchos y han dado descendencia como cauces de agua. Pasa un Ríos y cuenta algo y hay uno o varios Ríos que lo escuchan; pasa otro y toma un trago o varios y se le suelta la lengua y arrima una imagen o un recuerdo como quien arrima un banco donde sentarse. Así fluyen las historias sin freno y sin centro, leves como la chamarrita que un pescador compone para su perro o el grupito de militantes reunidos en una plaza de Concepción del Uruguay de los que quedan solo dos gritando su consigna desde una terraza.

“Todos son cuentos de amor”, reza la contratapa. De amor a lo perdido, a lo que estuvo casi de visita y por un rato y hoy se recuerda y le da un sentido a la tristeza, pariente pobre del dolor. Como ese río que en las playas de Atlántida no llega a ser mar y que Ríos padre se queda mirando, acaso comprendiendo o preguntándose por qué siempre se va hacia eso que nunca llega a ser del todo.

Jorgelina Nuñez

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