Angst, Adriana Riva

Hay cierta narrativa que sacude por su contundencia dramática, por sus juegos retóricos, por la transformación irremediable a la que son expuestos sus personajes. Hay otra que se sostiene casi plenamente en lo que un autor prodigioso es capaz de hacer con la palabra. Este tipo de narrativa ofrece al lector la posibilidad de zambullirse en texturas infinitas desde el lenguaje, preciosas como pequeños tesoros escondidos en las profundidades del mar. El sostén lógico de estas texturas son las imágenes. Angst —que pertenece gloriosamente al segundo grupo— es un libro plagado de imágenes sensibles y sofisticadas que resultan de la mirada singularísima de su autora, habilidosa en la costura de metáforas y asociaciones estéticas de una originalidad poco frecuente. Cuando la literatura nos concede el privilegio de estar frente a estos hallazgos, la experiencia de la lectura se transforma en pura emoción; nos vemos vulnerables frente a piezas extrañas y valiosas que tocamos con las yemas de los dedos solo para comprobar que son reales. Bellas y reales.

Adriana Riva tiene el talento para convertir casi cualquier cosa en poesía. Buena poesía, esa que no empalaga ni satura ni agobia ni festeja con artificios. Esa que solo acaricia, aunque a veces la caricia sangre y deje cicatriz. Y esto, creo, es lo que distingue a este libro de cuentos de tantos otros: que sus historias van más allá de la experiencia dramática; la propuesta es elevarlos a través de la estética de una prosa fina y sedosa que permanecerá en la sensibilidad y en la memoria del lector como una luminosa obra de arte.

Margarita García Robayo

 

FRAGMENTO

"Pimienta rosa"

Cuando a papá le dieron el alta porque ya no había nada que hacer, les di las gracias a los médicos y les estreché una mano blanda. Después, bajé al restaurante del sanatorio y me atraganté con dos platos de ravioles con tuco. Mamá llegó un rato más tarde y se pidió un café que revolvió con una cucharita durante una eternidad. Se lo tomó helado, de un sorbo, y mientras le hacía señas al mozo para que le trajese la cuenta, me pidió que me ocupara de los arreglos del traslado. Ella ya no podía con nada.

Fueron pocas las semanas que papá aguantó consciente en casa, pero nunca me sentí tan cómoda con él como en esos días de sondas y gelatinas, en los que él no quería ver a nadie salvo a mamá y a mí, su única hija. Sus amigos llamaban a cada rato, pasaban a dejar cartas y ofrendas, pero tenían prohibida la entrada al cuarto del fondo, donde fermentaba un olor a remedio vencido y sopa de apio que encogía voluntades. Ninguno de ellos vio a papá postrado en una cama ortopédica, con los brazos cubiertos de puntos negros que parecían semillas de frutillas, las pupilas nubladas, la piel translúcida. Ese privilegio fue de mamá, de las enfermeras y mío. Y también de Cacho, un personaje de ciento veinte kilos de carne que le hacía transfusiones escuchando cumbia en sus auriculares. 

Cuando volvía de la redacción del diario, me sentaba en una silla al lado de la cama y papá me contaba cosas de su vida que jamás había escuchado. Novias que lo habían dejado sin razón. Navidades con obras de títeres y trineos de pasto. Casas en la playa que se inundaban de arena. En esas noches hacíamos juntos el último repaso antes de rendir en el más allá. Trataba de exprimir cada detalle de ese presente escurridizo, pero me entristecía saber que me iba a olvidar de todo, primero de los cuentos, después de él.

 

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